La violencia de género e intrafamiliar en las fuerzas de seguridad es una realidad sombría que persiste en el Ecuador. Esta se ve exacerbada por el subregistro de casos. Las cifras no son un reflejo de la magnitud del problema. Muchas mujeres no denuncian los abusos por miedo.
El temor es comprensible: se enfrentan al poder de una institución que debería protegerlas. En muchos casos, el arma de trabajo se transforma en una amenaza constante. Esto crea un silencio forzado que oculta la verdadera escala del abuso.
La mañana del 22 de junio del 2024, la cabo segundo de la Policía, Dayana Lamiña, fue asesinada en la UPC Textileros, de Atuntaqui (Imbabura). En este lugar, que debería transmitir seguridad y tranquilidad, el presunto agresor-un mayor de Policía- usó su arma para terminar con su vida.
En la mayoría de los femicidios no hay denuncias previas, pero eso no significa que se hayan presentado hechos de violencia y maltrato anteriores. Pero denunciarlo no es factible para ellas.
Si se toma en cuenta que el entrenamiento de uniformados incluye el uso de fuerza y armas, esto pudiera acrecentar aún más la percepción de poder sobre las mujeres.
Sin contar que están expuestos a conflictos y violencia, en un país asediado por la delincuencia común y la guerra contra el narcoterrorismo.
Tras el sonado feminicidio de María Belén Bernal dentro de la Escuela Superior de Policía en manos de su esposo, Germán Cáceres, los casos de violencia de uniformados siguen develándose.
En mayo del 2023 se detuvo a un cabo segundo de Policía por disparar en contra de su pareja, en el norte de Quito. Al igual que a Cáceres, la sentencia fue de 34 años de prisión.
Este mayo de 2024, un militar en servicio activo fue acusado de presunto abuso sexual a dos detenidos en Esmeraldas.
Las mujeres que afrontan violencia emocional, doméstica, sexual, física, violencia psicológica, económica y el maltrato infantil a menudo están en una posición vulnerable. Formalizar una denuncia en contra de su agresor puede derivar en represalias o incluso poner en riesgo su vida y la de sus hijos.
Es crucial que se implementen medidas eficaces que brinden a las víctimas canales seguros y confidenciales para reportar estos crímenes.
Pese a que hay unidades dedicadas a profundizar en la conducta de los uniformados, falta bregar más. La ayuda psicológica o psiquiátrica no llega a tiempo o no es eficaz para evitar tragedias más graves.
Si es necesario, se debiera ahondar en experiencias en la niñez y adolescencia y el tipo de educación. Las pruebas psicológicas son claves, incluso, antes de que entren a la institución.
Hay que promover una cultura de cero tolerancia hacia la violencia de género dentro de estas instituciones. Hay que asegurar que los agresores enfrenten la justicia sin importar su posición.
La sociedad ecuatoriana debe reconocer que la violencia de género e intrafamiliar no es un asunto privado. Es un problema social y de salud pública que requiere una respuesta colectiva.
Solo así se podrá empezar a desmantelar las estructuras machistas de poder y control que perpetúan la violencia y el miedo. Y campañas como Ni una mujer menos, ni una muerte más tendrán mayor sentido.
La lucha contra la violencia de género e intrafamiliar en las fuerzas de seguridad es una batalla que debe librarse en varios frentes. Entre ellos, la educación, la prevención, la protección y la persecución penal. Es una tarea ardua para garantizar la justicia y la igualdad para todos los ecuatorianos.